Eran las siete y treinta de la mañana del jueves 23 de abril y Ricardo acababa de levantarse y empezaba a prepararse para ir a clases en la universidad San Marcos. Se duchó, se cambió, tomo su desayuno y, tomando el sencillo que todas las mañanas le deja su padre en la mesa se fue. Pero esta vez una moneda de cincuenta céntimos quedó olvidada en la mesa. La madre de Ricardo vio la moneda olvidada y la agrego en su monedero y partió para comprar las cosas del día al mercado ubicado a unas cuadras de la casa. ¿Cuánto están las zanahorias?, preguntaba. Un sol el kilo, le respondían. ¿Cuánto el tomate?, ahora. Ochenta céntimos para ti caserita. Cincuenta céntimos de zanahoria también por favor. Ahí tiene seño, si tuviera sencillo por favor. Claro aquí tengo cincuenta céntimos. La señora Hortensia guardó la moneda en el mandil y continuó atendiendo.
La señora Hortensia era una Ancashina que venía semanal mente a la capital con nuevos productos que ofrecía a toda su clientela. Pero, como pocas señoras de la sierra, tan sólo tenía un hijo (la mayoría suele tener de cuatro para arriba por lo que eh visto). Este era Julio, muy travieso. Jugaba con las papas desde que vio a unos malabaristas callejeros. Una vez que se cansaba de lanzar las papas al aire se ponía a jugar futbol con la más grande que encontrara. Y, luego del deporte llega el hambre. Era cuando se ponía a masticar lo que encontrara, pero esta manía se le quito cuando, una vez, mordió una cebolla. Desde entonces siempre le pedía a su mamá una moneda (o se la sacar del mandil mientras ella atendía) para comprar alguna golosina.
Curiosamente ese día, al pequeño Julio, le volvió la manía de introducir cosas a la boca. Sacó una moneda del mandil de su madre y se la tragó. Un ataque de tos le produjo inmediatamente el tragarse la moneda y su madre, al verlo así, llamó una moto taxi que andaba cerca, lo introdujo en el y lo llevó a la posta más cercana. Mientras iban en el transporte le iba golpeando la espalda con la esperanza que la moneda fuera expulsada, y, sí, la moneda saltó de la boca del niño y fue a dar a la pista por uno de los innumerables espacios que tiene la moto taxi.
Eran las seis de la tarde y Augusto salía del colegio con un grupo de compañeros y se dirigían a la cancha de fulbito para el acostumbrado partido de fulbito de los jueves. La cancha de fulbito se encontraba a unas cinco cuadras del mercado del barrio y a una de la posta, fue por esa zona donde Augusto, al agachar la cabeza vio una moneda de cincuenta céntimos cubierta de polvo. Augusto la recogió y guardo para apostarla en el partido. Jugaron tres rondas (una para desempatar) y Augusto salió mal herido del último encuentro al recibir una barrida de Oscar y quien, a la postre, se llevaría los cincuenta céntimos de Augusto, pues su equipo ganaría.
Oscar volvió a su casa pero antes de llegar optó por tomarse una gaseosa para calmar la sed que le había generado tan disputado encuentro de fulbito. La opción fue la bodega de doña Lucha. Doña Lucha era la más querida bodeguera de la cuadra, no sólo por su amabilidad, si no por lo rápido que atendía pese a su avanzada edad. Tenía la costumbre de conversar un poco con la clientela que venía a consumir algo ahí, sean niños, jóvenes y adultos, siempre encontraba algún tema de conversación. Doña Lucha recibió los cincuenta céntimos y los guardó en la cajita donde iban las monedas. Conversó un rato con el muchacho hasta que vio a Ricardo caminando en la vereda de enfrente.
¡Ricardo, muchacho!, grito. Ten los cincuenta céntimos que le debo a tu mami, dile que gracias.
Hay seño, me los quedaré nomas. En la mañana me olvide de cincuenta céntimos en la mesa de mi casa y por culta de eso tuve que venir caminando las nueve cuadras que me separan de la avenida, casi me roban por ahí…
Y Ricardo continuó hablando con doña Lucha por un rato más.